El Club
Contaban que una vez uno de los socios (¿Polo Urquiza o el loco Neiras? ¿O los dos?) Fueron al pueblo y le alquilaron un par de elefantes al dueño del circo que andaba de gira por la provincia y, disfrazados de odalisca llegaron por la playa hasta las escaleras del club, montados en los elefantes. La gente estaba avisada de que algo iba a pasar en esa fiesta de carnaval y esperaban amontonados en la terraza, que en esa época no era muy grande, pero tampoco eran tantos socios. Estaban todos mirando hacia un lado y hacia otro, como en los partidos de tenis. También había una cantidad de cuentos propios de cada uno, romances entre los adolescentes, sospechas de adulterio entre el grupo de mayores, escándalos amortiguados por el candor de la decoración blanca y azul y el ruido de fondo de las olas. Las cosas sórdidas o difíciles se quedaban allá, el lugar a seis horas de distancia del que todos venían. Acá, en el club, se conocían entre todos, lo que duraba el verano. Algunos seguían viéndose durante el año, pero eran los menos. Se saludaba efusivamente a unos y a otros apenas de lejos, pero el solo hecho de estar allí obligaba a por lo menos un cabeceo de reconocimiento. Si estabas allí es porque eras socio.
Más allá de los límites del club, que abarcaban la construcción en el médano y su parcela proporcional de playa, a la izquierda era una franja ancha de arena que terminaba un par de kilómetros más adelante en una saliente de acantilado, por lo que se formaba una bahía. No había gente por alli, tal vez porque no era buena zona para bañarse y muy cerca de la costa se veían los restos de un barco hundido, la hélice negra de fierro asomando entre las olas, un poco siniestramente y algunos pescadores, silenciosos y solitarios.
La caminata hacia ese lado era como de astronauta, alejándose de la nave madre, preferentemente de a dos o en grupos pequeños, recelando- en principio de toda esa otra gente que no pertenecía al club.
Hacia la derecha, en dirección a la escollera y al puerto la playa tenía menos piedras y más gente. Sombrillas de colores estridentes, tan diferentes a las uniformemente verdes del club, vendedores ambulantes y chicos con traje de baños hechos de pantalones recortados jugando al fútbol. Por esta parte de la playa el socio típico se paseaba con aires de propietario que ve a sus subalternos divertirse: amable pero sin dar confianzas.
Un suplicio compartido del primer día del verano, era subir las otras escaleras de cemento que iban del estacionamiento bajo los tamarindos hasta la terraza y las dependencias del club ( un bar, un comedor solo para grandes, un salón de usos múltiples para jóvenes y niños la cocina y los baños) .Llegar a la terraza ese primer día del veraneo de cada uno y recorrer con la vista el lugar, reconocer a este o aquella, saludarse, preguntar por la fecha de llegada y la fecha de partida, por conocidos en común y felicitarse mutuamente por la calidad del día si estaba lindo o sonreírse con paciencia si el día estaba feo, como si fueran un tick simpático de la casa, el viento y el frío .
A la distancia de muchos años se sienten todos esos veranos como uno solo, larguísimo y un poco aburrido, más allá de las anécdotas divertidas. Ahora el club parece apretado entre un mar artificial de sombrillas, carpas y gacebos, bares de playa y otros balnearios con nombres más de moda, una masa de gente muy superior a la cantidad de socios que, en comparación, parecen un poco ralos y aislados en su porción de playa.Cuesta distinguir a los socios cuando salen a caminar rumbo a la bahía o a la escollera.
Ahora se ven todos iguales.
Bg.(Quequén 2023)
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