El mantra de la felicidad



 Regresaba de haber dejado a mis hijos en el colegio. Estacioné el auto en el garaje, pero enseguida salí caminando otra vez. No quería estar en esa casa.
Mi marido estaría en su oficina hablando por skype con su nueva novia. Lo que quedaba de mi vida, tal como la conocía, llegaba a su fin.
Unos dos años antes, me avisaron por teléfono que se había muerto mi hija mayor y ese tiro en el alma era todavía una herida imposible de soportar, asique la noticia que además estaba por perder a mi marido más que tristeza me tenía enojada, furiosa. Supongo que el cerebro ( o el corazón) aguanta determinada cantidad de sufrimiento, y el mío estaba ocupado con esa muerte absurda. Asíque solo me quedaba un sentimiento disponible para esta segunda catástrofe y era la ira.
Así de furiosa empecé a caminar, pensando en todo tipo de venganzas, cuando me cruce con don Guadalupe, un hombre mayor, en el límite de la indigencia, que a veces vendía lotería y a veces flores por mi barrio. Me saludo como siempre, amable y tímido. Pero esta vez, mientras me miraba a la cara, saco un pañuelo sorprendentemente limpio de entre sus andrajos y me lo ofreció con un gesto sencillo y antiguo para que me limpiara los mocos y las lágrimas y con un ademán me indico que tomáramos asiento en el cordón de la vereda. Saco unos cigarrillos sin filtro y fumamos un rato en silencio. No me preguntó nada, éramos solamente dos seres humanos haciéndonos compañía en una calle cualquiera de la ciudad más grande del mundo. Dos náufragos, pensé en un momento. Y de a poco empecé a contarle el rosario de mis penas, sin pudor, llorando a mares. Le hablé de mi hija, de lo absurdo y lo imposible de aceptar que era esa muerte, de mi marido, el capitán hielo, de toda la soledad del mundo que me mordía la nuca implacable. Del odio que sentía por ese hombre, el padre de mis otros hijos, mi compañero por tantos años, de cómo el amor era una palabra lejana y extraña en este nuevo universo de sombras.
Don Guadalupe fumaba y escuchaba, y cuando terminé- o hice una pausa- me preguntó: “¿Y que le gustaría hacer güerita, para sentirse mejor?”  “Partirles la cara a los dos, a mi marido y a su novia, con un bate de beisbol” le dije muy sinceramente “eso, me haría sentir mejor”, agregué, por si no le había quedado claro.
Y Don Guadalupe, se puso de pie, me tendió su mano arrugada y no tan limpia para ayudarme a levantar y me dijo: “Le voy a pedir un favor. Cuando tenga esos pensamientos, cuando este así de enojada, diga fuerte y varias veces: Qué sean muy felices, que todos seamos felices”. Me reí un poco, como quien escucha algo que dice un niño, tan sencillo que da risa.
Pero regresé a mi casa y esa frase estaba grabada con letras brillantes en la negrura de mi cerebro.
“Que sean muy felices, que todos seamos felices”
Y un poco en broma, riéndome de mi misma, empecé a decir en voz alta y varias veces el pequeño mantra.
Cada vez, cada vez que el enojo, la impotencia, la tristeza y el desamparo arrasaban conmigo.
Y funcionó.
Un día, unos cuantos meses después, a solas en mi nuevo pisito de divorciada me di cuenta que de eso se trataba todo:
Que sean muy felices, que todos seamos muy felices.

b.g (México  Agosto del 2018)

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