Sirena
SIRENA
“¡Mira! Mamá es una sirena” escucho al despertarme. Estoy atravesada en la cama que comparten mis hijos de 8 y 6 años en la suite de un hotel en Puerto Escondido. Ellos están morenos de sol, resplandecientes de playa. Yo estoy vestida, con arena pegada a mi ropa húmeda, algas en el pelo enredado y con un zapato solo. El otro lo perdí en el mar, justo antes del amanecer. Los pájaros hablan entre sí a los gritos, en el silencio de la primera hora de la mañana. En un rato estarán mudos de calor a la sombra de las buganvillas. Todos duermen, menos mis hijos y yo, que he vuelto a cerrar los ojos para no interrumpir. Los espío entre las pestañas y siento sus cuatro manitos que suavemente limpian la arena de mi cara y de mis brazos, acomodan mis greñas peinándome con los dedos. “¡Mira! Un caracol tan pequeñito…” dice uno, “Y un alga rosada…” dice la otra. Me dejo hacer, recibo toda esa ternura como un bálsamo. Quisiera que tuvieran poderes mágicos para que, además de sacudirme la arena pegada, me hiciesen olvidar la larga noche rodando por El Empedrado, como llaman a la calle de los bares del pueblo. Música muy fuerte, turistas extranjeros, meseros locales y una conversación única con diferente público. Empezó, como una partitura, con un ritmo piano – con el primer trago, fue en crescendo y tuvo su final fortissimo, caminando en zigzag bajo las últimas estrellas, riendo a los gritos con una felicidad robada a la euforia de los otros, ciega de lágrimas de la tristeza propia. A tropezones rumbo al mar, como las tortuguitas que vimos el día antes con los niños, liberadas por 200 pesos en la Reserva Nacional del pueblo de al lado. Con cierta elegancia, a pesar de la falta de equilibrio, con la ropa arrugada y todavía los dos zapatos, dejé mi copa vacía al pie del cartel que anuncia con letras negras y una calavera cruzada en rojo “PELIGRO, PROHIBIDO BAÑARSE”. El mar enfurecido de estas costas. El agua fresca, nunca helada. La paz instantánea que me devuelve el mar, cualquier mar. El golpe de culo contra la arena dura del fondo. Brazotadas y fuerza titánica para ponerme en pie, sobria de pronto, escupiendo agua más salada que todas las margaritas que tomé de bar en bar con ese montón de gente sin rostro. Mojada y magullada, llegue caminando al hotel. Cielo aclarando, silencio absoluto. Mi futuro ex marido duerme, cuan largo es, con los tapones en los oídos y el antifaz del avión en los ojos. Se lo ve tranquilo, casi sonriente. Apostaría que sueña cosas bonitas. Ocupa el centro exacto de la otra cama porque, desde que llegamos aquí, ha quedado claro que éstas son las últimas vacaciones juntos, luego de 16 años. Hemos venido para encontrar la manera de decírselo a nuestros hijos y porque los boletos ya estaban comprados desde antes que salga a la luz todo el asunto con su Dorofea, perdón , Dorotea.
En un rato, tendré que sentarme a la sombra de una palapa a romperles el corazón a mis hijos. Ahora, aún son inocentes de todo daño y el más pequeño repite entre incrédulo y maravillado “ ¡Te digo que es una sirena!” y su hermana, que como es mayor se siente obligada a saberlo todo, le dice: “Claro que sí. ¿Es que no lo sabías?” y empiezan a reírse, locos de contentos.
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