Turistas
Llevan una guía para viajar que consultan bastante. Les resulta entretenida porque, entre otras cosas, tiene comentarios en sus reseñas que les hacen gracia y son útiles. Ella lee en voz alta ”Fonda Las Juanitas: comida tradicional sin pretensiones, precio acorde. Nota positiva: ¡NO TIENE TELEVISOR!”
Entonces él despliega el mapa y marca con el dedo donde están exactamente ahora y a dónde quieren ir. Son capaces de caminar tres o cuatro horas casi sin distraerse por ciudades desconocidas, conversando un poco, evitando decir “mira esto” o “fijate aquello” porque no les gusta comportarse como turistas típicos. El anhelo secreto es parecer locales, o al menos confundirse un poco con el paisaje. Casi no sacan fotos, y por supuesto, la cámara es de bolsillo y esta bien guardada en la mochila pequeña, discreta y liviana que se turnan para llevar. Viajan de manera muy sencilla, sin hacer reservas para dormir o comer. Llegan en avión al país elegido, y una vez allí, se trasladan un poco al azar en medios de transporte públicos a ciudades y pueblos cuyo principal atributo sea NO ser turísticos.
La estadía en un poblado junto al mar, por ejemplo, tranquilo y prometedor puede verse arruinada inmediatamente si se topan con un grupo de turistas, siendo los compatriotas los más detestados. En ese caso, se cambian de hotel, de restaurant y si hace falta de población. Este frenesí de no hacer turismo los lleva muchas veces a parajes francamente horrorosos. Pero han desarrollado una visión especial que les produce verdadero placer: cuanto más feo, mejor. Muchas veces discuten en plazas públicas, no logran ponerse de acuerdo si el lugar es solo horrible, o horrible/interesante. Depende un poco del cansancio que traigan, si están bien de salud o un poco enfermos ( son bastante comunes las intoxicaciones leves). Se diría que en general conforman un buen equipo porque suelen tener sus malos humores a destiempo y mas o menos saben cuando se puede presionar y cuando se debe ceder. Ahora van caminando por la costera de una ciudad con puerto, una ciudad que conoció mejores tiempos, pero aun conserva un aire autentico y tradicional, dos adjetivos que les encantan. Es un bulevar bastante descuidado, de cemento, hay barcos no muy grandes estacionados ahí nomas del murallón: se puede ver a hombres y algunas mujeres que viven o trabajan a bordo. El agua es de un negro profundo, aceitosa y huele a basura y petróleo. Aunque pasean muy tranquilamente, sin señalar o hacer comentarios turísticos, son inmediatamente identificados como turistas y tratados en consecuencia: les ofrecen comida, baratijas, camisetas, anteojos, folletos de fondas, de hoteles y paseos. Ellos sonríen un poco distantes y usan una frase que les hace mucha gracia “Hoy no, tal vez mañana”. Jamás compran nada en la calle. Si algo realmente les llama la atención, procuran encontrarlo en la ciudad o el pueblo, en un negocio establecido. Sienten permanentemente que pretenden estafarlos, por tontos y por turistas. Por todas estas cosas, es incomprensible lo que acaba de suceder: él se ha levantado del banco donde están sentados a la sombra de un mango, y con pasos decididos se ha acercado a un grupo de chiquillos de entre cuatro y diez años, semi desnudos, muy morenos, flacos y con miradas vigilantes, que por medio de pantomimas le dan a entender que si arroja una moneda al agua, alguno va a saltar a bucearla. Ella se acerca, un poco alarmada. Mira los niños, mira el agua. Y les dice, aunque no es probable que la comprendan, que de ninguna manera van a tirarse a esa agua contaminada y pestilente. Lo dice como una madre se lo diría a sus hijos, con firmeza y severidad, sacudiendo el dedo índice justo enfrente a sus caras burlonas, ávidas. Esta claro que a la señora extranjera no van a sacarle ni una moneda. Entonces las caritas, como girasoles despeinados, miran todos al hombre alto, blanco, correctamente vestido con pantalones largos pero frescos , una camisa de hilo transpirada pero limpia y sombrero jipijapa, debidamente gastado. El hombre sonríe allá arriba en las alturas, un poco ferozmente, como el lobo del cuento, y de su bolsillo saca unas monedas relucientes, elige la mas grande y pesada y con un movimiento típico, eyectándola a las alturas con el pulgar, arroja la moneda al agua, con un arco perfecto. Y los chiquillos se tiran al agua , gritando y riendo, menos uno, que es muy pequeñito y se ha quedado con el dedo en la boca, justo al borde, mirando el agua negra y brillante, que como un espejo oscuro se ha roto en mil pedazos. Por un segundo desparecen los niños, y reaparecen todos a la vez. Uno de ellos sostiene con el bracito levantado la moneda. El hombre ríe y se dispone a buscar otra moneda, mientras los niños trepan hacia la orilla por unos escalones de fierro incrustados en el cemento del murallón.
Ella ha visto todo esto impotente y horrorizada. De pronto le parece que ese hombre, su compañero de viaje, su marido, es un desconocido, un extranjero soberbio y condescendiente: un turista.
(Buenos Aires 2020)
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