Panamá
( a Tom)
El chico miraba la nieve que caía en la oscuridad de la noche por un agujerito de la
ventana sellada con papel periódico, una nevada que le hizo pensar en un
gigante sacudiendo una almohada de plumas sobre los techos de Berlín.
A lo lejos se escuchaba el
estruendo de unas bombas lejanas, tan lejanas que aun no sonaban las sirenas de
alarma para ir corriendo a los refugios subterráneos. Todos dormían en la casa
menos él.
Se quedó parado un momento
junto a la puerta de la habitación cerrada, escuchando los ruidos de la casa y
cuando estuvo seguro que nadie vendría a interrumpirlo, busco debajo de su cama
un rollo de alambre, que había ido recolectando pedazo a pedazo durante muchos
días por las calles, y que había unido con paciencia. También buscó de su
escondite la radio vieja y despintada que le habían regalado unos días atrás,
para Navidad.
Entonces ató la punta del
alambre a la antena de su radio y fue desenrollándolo hasta alcanzar el
picaporte de la puerta primero, para terminar amarrándolo a un clavo que había
mas alto en la pared, donde alguna vez colgó un cuadro. Luego se acostó en el
piso, sus curiosos 12 años de estatura, con los ojos a la altura del dial. La
prendió con un leve chasquido y bajó el volumen al mínimo. Empezó a mover el
dial milímetro a milímetro, buscando.
Escuchó un redoble de
tambores de alguna marcha militar de la única radio oficial que se escuchaba en
esos tiempos de guerra, y con un gesto de disgusto, siguió moviendo la perilla
redonda hasta escuchar un chisporroteo y una voz en ingles, entrecortada.
Prestó atención, ajustó un poco más la señal y de pronto, la música.
Era una melodía con marimbas,
guitarras y trompetas, una canción que decía “Panamá, ya lejos yo me voy…” y
aunque no entendía las palabras en español, su cara se ilumino con una sonrisa
y tamborileo el ritmo con los dedos sobre el piso, dejando que su alma se llenara de esa música extranjera,
llena de alegría, y le pareció sentir el calor de un sol que hacía meses que no
veía brillar en su ciudad sitiada por la guerra. Una música que le hizo olvidar
las largas filas para conseguir comida con las libretas de racionamiento, las
caras tristes de las mujeres, las ordenes furiosas de los soldados, el toque de queda, los
bancos vacíos de su salón de clase, los barrios en ruinas de su ciudad a punto
de sucumbir bajo la lluvia de bombas que caían de las panzas de los aviones
aliados, las estrellas de David como burlas y amenazas pintadas de amarillo en
paredes renegridas. Y cuando el último acorde de la maravillosa canción terminó,
aun sonriendo, enrollo su alambre, guardó la radio en su escondite y se metió a
la cama pensando que mientras en algún lado del mundo existiera una música así,
no todo estaba perdido.
b.g.
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