El botón
Por entre los
ojos entrecerrados ella lo veía ir y venir por la habitación, tratando de no
hacer ruido para no despertarla.
Casi podía
adivinar sus movimientos, porque su rutina matutina era de un orden predecible.
Finalmente
estuvo listo, con el abrigo puesto y la pequeña maleta en la mano.
Se acercó, y le
dio un beso en el pie que asomaba por entre las frazadas, al tiempo que le
pregunto en voz baja “¿cosiste el botón de mi camisa gris?”.
Ella
abrió los ojos definitivamente y la voz le salió seca y enojada “¡No!” y luego
un poco más amable “lo puedo hacer ahora” pero el ya estaba de pie y caminando
hacia la puerta.
”No importa,
solo que habías dicho que ibas a hacerlo” dijo él, mirándose por última en el
espejo y mientras abría la puerta le dijo “No te olvides de retirar la ropa de
la tintorería y de pasar a buscar el libro”.
Ella no
contestó sino que ocultó la cabeza bajo la almohada y apretó los labios con
ganas de llorar. Cuando escuchó la puerta cerrarse y sus pasos bajando la
escalera, se levantó de un salto y salió al balcón.
Enseguida vio
su espalda alejándose, con el abrigo ondeando al viento. Se le ocurrió
gritarle, para decirle algo lindo o simplemente para que se llevara el recuerdo
de un saludo cariñoso, su imagen desnuda en el balcón cubierto de nieve.
Pero el ya
doblaba la esquina y de todas maneras no iba a darse vuelta porque se le hacía
tarde.
Ella entró a la
casa, se puso una camisa de él que estaba sobre la silla y se fue a la cocina a
preparar un café.
Sabía muy bien
que si no se ponía pronto a hacer cosas, se metería en la cama otra vez a
compadecerse de sí misma, hasta quedar en un estado catatónico del que solo
saldría si sonaba el timbre o el teléfono.
Le daba
vergüenza admitirlo, jamás se lo diría nadie, y menos a él, pero el quedarse
sola le producía una sensación dolorosa, mas allá de cualquier razonamiento.
Cuando el se iba a uno de sus frecuentes viajes de negocios, le entraba un
resentimiento, casi un odio, porque imaginaba su vida sin ella: buen mozo y
solo, esperando su avión, leyendo el periódico, tal vez mirando una figura
atractiva, sonriendo a la azafata, charlando con el vecino. Tan seguro de sí
mismo, independiente y autosuficiente.
Y ella,
atrapada en la telaraña de su vida. Hacer la cama, retirar la ropa de la
tintorería, ir al centro a buscar un libro para él, hacer la compra. Esperar.
Las horas como de goma estirándose interminables. La tarde mirando las nubes
rosas de la ventana.
La noche
sin él, poblada de pesadillas. El miedo.
Alguna vez
había tenido una vida propia, creía recordar. Un trabajo, amigos, obligaciones,
amantes. Pero le parecía que eso había sucedido hace mucho, aunque en realidad
solo habían pasado algunos meses desde que se habían casado y se habían ido a
vivir al país de él, a miles de kilómetros del de ella.
Extranjera,
casi analfabeta en ese idioma de piedra y acero.
Y él: solo por
ahí, bilingüe y desenvuelto, en una ciudad sureña, lejos del frío, rodeado de
señoritas mediterráneas dispuestas a hacerle favores.
Se lo
imagina acercándose al mostrador de recepción con su camisa gris en la mano.
”Podría alguien coserme este botón” preguntaría y una morena de sonrisa
luminosa le diría: “Por supuesto, enseguida lo hacemos”.
Ella se levantó
de un salto y corrió a mirarse al espejo. Pero su imagen despeinada, la camisa
enorme, los ojos enrojecidos, solo la hicieron llorar un poco más. ¿Por qué no
le habría cosido el maldito botón? ¿Por qué lo dejo ir con esa despedida un
poco amarga? Tal vez lo estaba perdiendo, tal vez ya lo haya perdido.
De alguna
manera pasó la semana, las horas interminables, las noches de pesadillas. Y
cuando él abrió la puerta del departamento, sonriente, y se quito el abrigo y
dejo la maleta para saludarla con un abrazo; ella vio, apretada contra su
pecho, que llevaba la camisa gris, perfectamente abrochada hasta el cuello.
“¿Quién te
cosió el botón?” Preguntó en un susurro, aun con la cara escondida contra
la camisa. ”Ah, el botón- dijo el riéndose un poco- me lo cosieron en el hotel”
y ella se apartó de el, y le dio la espalda, para que no la viera llorar.
(b.g.Hamburgo,
1996)
Estupenda historia, tan real, tan íntima y tan cercana a la realidad de muchas mujeres. Bárbara querida, te felicito. Eres una artista.
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