Cuatro segundos y medio
Me imagino al viejo con sus
pantuflas de franela, los pantalones de cuando era gordo en su cuerpo de viejo
flaco, el cinturón formando pliegues y bolsas, la camisa a cuadros un poco
raída, los anteojos colgando sobre el pecho, la birome en el bolsillo de la
camisa, el porta documentos de plástico, los pocos billetes hechos un bollo al
fondo del bolsillo derecho. Seguro que no llevaba llaves, porque no tenía lo
que se dice una casa propia. A dónde fuera, tocaba el timbre y esperaba que le
abrieran. Hacía años que era una vista en todos lados. Pero tal vez me
equivoque : con el viejo nunca se sabe.
Me imagino al viejo apoyando
la mano en la pared en una calle, en el barrio de Adrogué.
Árboles con las primeras
hojas de septiembre. Tal vez pasó un perro. A mi viejo le gustaban los perros y
los chicos chiquititos. “Qué gauchito” decía, en cualquiera de los casos.
Me imagino al viejo
sacudiendo la cabeza, casi imperceptiblemente, el gesto un poco contrariado.
Seguro que murmuro bajito “la puta, che”, intentando entender qué le pasaba. A
mi viejo no le gustaba mirar para atrás. Rebuscar en los problemas, nada que
sonase a psicoanálisis o a introspección. Así que no sé si habrá pasado revista
su vida, como dice Víctor Sueiro que es uno que fue y volvió, dice que uno ve
toda su vida como en el cine. Y si Víctor Sueiro tiene razón, qué habrá visto
mi viejo, mientras se apoyaba en la pared y las bocinas de los autos sonaban y
el perro ya doblaba la esquina y tal vez una señora lo miraba entre preocupada
y ausente- está borracho, o le va a dar un ataque- qué habrá visto mi viejo en
su última producción, que habrá visto él. Que no le gustaba el cine, ni el
teatro, ni nada que sonara a fantasía. A drama o a romance.
Habrá visto a su madre y a su
padre, jóvenes, sentados en el silencio, mirando la enormidad de la pampa,
habrá visto a un chico, que era el mismo, con la nariz apoyada contra la
ventanilla de un tren, atravesando la noche llena de estrellas, vacía y negra,
una de las tantas veces que fue y volvió de Necochea a Buenos Aires, cuando iba al colegio en la
capital y ya estaba, ese niño, aprendiendo a ser un hombre solo.
Habrá visto a mi madre, los
ojos enormes en la carita de diez y ocho años, habrá visto a las mujeres que
quiso y que lo amaron, a Perla, sonriendo con la sonrisa más linda del mundo en
la puerta de su casa en Trelew. Habrá visto a sus primos corriendo carreras por
la ruta, camino al boliche las noche de algún
verano cuando todos tenían 20 años y todos los dientes y todos los pelos
y todas las ganas. Habrá visto a sus hijos, a los cinco, a sus abuelos, o al
cocinero Julián, y a la Froilan y tal vez a la perra negra, a su amigo Livio,
cuando compartieron la malaria y el saquito de té haciendo cuentas imposibles y
desesperadas , sentados a la mesa de un rancho entre Bahía Blanca y Coronel
Pringles, o tal vez a Stroppiana, cuando los dos un poco los dueños del pueblo,
con los autos último modelo y las señoras más lindas y los chicos con ropa de
Buenos Aires ensuciándose con la tierra en la orilla verde el Sosino. Y miles
de horas por la ruta, radio mitre am, tal vez un tango. Y los mejillones en San
Antonio y los asados en las estancias, en patios, o a la orilla de la ruta y la
camioneta celeste y blanca, la última. El mar, cuando le gustaba bañarse, el azul
profundo de un lago en el sur, un día de pesca, el ruido a muelles de un sillón
de cuero en el Banco Provincia, el olor a ravioles con tuco en el Touring, el
olor a nafta de todas las estaciones de servicio de la Patagonia y alrededores.
Habrá visto paisanos,
gerentes, señoritos, vino tinto con soda en un boliche de Balcarce o wiski on
the rocks en la terraza de Tortugas, con el tío Heine. Qué habrá visto mi
viejo, qué habrá visto.
Me imagino a mi viejo apoyando
una mano en la pared de Adrogué, un tambaleo, quizás la boca abierta, de susto
o de sorpresa, no sé cómo será ese momento y después lo veo caer, y caer, y
caer como esos cowboys de las pelis blanco y negro, cuando recién se inventó la
cámara lenta. Cayendo y cayendo como quien cae desde lo alto de toda una vida,
setenta y dos años de altura, o sea: cuatro segundos y medio.
B.G. (24 de Septiembre del
2003, Frankfurt.)
este es la historia mas conmovedora y triste que he leido en mi larguisima vida. Pero tambien es la historia mas real del mundo real.
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