La suma




Tenía 19 años y estaba recorriendo una parte de Estados Unidos por caminos rurales, en el estado de Tennessee , rumbo a Memphis. El auto en el que iba, había conocido mejores épocas y necesitaba agua para el radiador cada cincuenta kilómetros.
La próxima parada obligatoria fue en una de esas gasolineras en el medio de la nada, que hemos visto en miles de películas gringas: un surtidor como de otra época, una casucha al rayo del sol despiadado, con su galería destartalada y a la sombra, en una mecedora, un viejo abanicándose y espantando las moscas con un sombrero desflecado.
Adentro, en la penumbra más fresca, un ventilador de techo achacoso y atrás del mostrador una mujer negra, vieja como la injusticia, de ojos brillantes y pelo canoso.
Pedí unas cocacolas frías, un paquete de galletas saladas y un mapa de la región (el que consultaba hasta ese momento del viaje, se había volado por la ventanilla del auto, un par de kilómetros antes).
Le pedí a la mujer que me señalara en el mapa dónde estábamos y me miró sin comprender mi inglés de colegio. Al rato me dijo el nombre del lugar, que no entendí, y no lo señalo en el mapa, sino que lo dijo mirando al techo. Pregunté por Memphis y sonrió por primera vez.
-Ah! Memphis- me dijo- fui una vez, cuando era joven. Y pareció perderse en el túnel del tiempo.
Me imaginé su vida, tan distante de la mía, su vida de niña negra, de joven negra y ahora de vieja negra, sentada tras el mostrador de una tienda suspendida en el calor de la pradera, cerca de Memphis, pero tan lejos para ella, que había ido solo una vez en la vida y aún sonreía al recordarlo.
Le pedí la cuenta de las cosas que había pedido y de entre su pelo canoso y ensortijado sacón un lápiz ya muy usado, apenas más grande que su dedo índice. Lo mojó con la punta de la lengua y muy lentamente escribió los importes de las dos cocacolas, uno debajo de otro, de las galletas y del mapa, poniendo mucho cuidado en alinear los números. Luego me tendió el papel y el lápiz y me dijo amable pero firmemente
-Haga esta suma
Y yo, desde toda la insensibilidad de mis 19 años, criada al otro lado del continente, que es como decir en otro planeta, me reí alegremente y le dije
-¡No sé sumar!.
Entonces, ella se puso seria y me miró por primera vez directamente a los ojos, y sus ojos eran dos brasas brillantes de desprecio y me dijo
-Pues debería, está claro que ha tenido todas las oportunidades para aprender-  y un poco mas suave, bajando la mirada, agregó
-Yo no- y me palmeo la mano como absolviéndome de mi estupidez.
Entonces, roja de vergüenza y desconsuelo, tomé el muñón de lápiz, lo moje con la punta de mi lengua y en voz alta empecé a hacer la suma.

B.G (México, Septiembre 2018)




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