La isla




Ella era una extranjera, con dos hijos de cinco y nueve años, casi recién llegada a Alemania. Apenas hablaba el idioma y lo entendía aún menos, pero había logrado establecerse, en esos meses, hacer funcionar una casa llena de costumbres nuevas, y sus dos hijos, su aporte al matrimonio, eran como dos cobayos de este experimento doméstico, se iban adaptando bastante bien, más rápido que ella, en realidad.
El marido, nativo, con cierta bravura, había adaptado, también, su vida de doctorante, y su departamento de soltero, para dar cabida a esta mujer que cree amar y a sus dos hijos, a los que va a prendiendo a conocer y a querer.
Hay colchones en el piso, hay carteles por todos lados: junto al teléfono uno que dice , en alemán fonético, “hable usted despacio, por favor, voy a tomar nota de su mensaje”; en el baño otro que dice “Apagar la luz al salir!” y en la cocina otro más, con una carita de conejo feliz “Ahorrar el agua!”. En la entrada, pegado a la puerta, uno mas grande con los horarios del marido, de la mujer y de los niños. Ella un día, distraída, lo ha llenado de flores, nubes y corazoncitos.
La vida transcurre dentro de reglas muy precisas, escuelas y trabajo en las mañanas y risas en las tardes, cuando los cuatro juntos en la minúscula cocina comparten una jarra de té y algún pastel, contando las anécdotas de día. Los tres extranjeros hablan un español rápido entre ellos, y un alemán lento y primitivo con el marido.
Los niños hacen progresos enormes y veloces en la escuela, la mujer suple sus dificultades para aprender con muchos abrazos y risas- con una mirada atenta y ocasionales “Ja, ja (Si, si)”.
De vez en cuando el marido, interrumpe lo que está diciendo y le pregunta a quemarropa “Was habe ich gerade gesagt?” (¿Qué acabo de decir?) y ella, cada vez, avergonzada, no puede responder, aunque siente que sí ha entendido, de otro modo. Y él, un poco decepcionado, pero al fin enamorado, le explica con paciencia alguna palabra difícil, se la traduce en su español de acero.
Vienen amigos de visita, y la mujer improvisa en esos 60 metros cuadrados, una mesa para diez personas, atravesada en el dormitorio, con mantel blanco, flores y velas y cocina. Cocina como nunca, porque cocinar es el único idioma válido para ella en este nuevo país.
Sirve la mesa, sonríe mucho, entiende muy poco lo que habla este grupo de amigos, que se conocen hace décadas, pero ríe cada broma, habla muy poco y vigila a sus hijos, dirigiéndoles miradas silenciosas que ellos obedecen al instante: son niños hermosos, serios, atentos. Están en permanente conexión con el fino sistema nervioso de esta madre, que es lo único conocido que tienen en este país nuevo, y están como al pendiente que esa madre no caiga, no sufra, no llore.
Cuidan a su madre obedeciéndola, con muchos abrazos, dibujitos, risas.
El, a veces, se siente excluido y se pone de mal humor, entonces sale a dar largas caminatas a solas.
Un día hablan de esto, del desconcierto que le provoca a él ver a estos tres extraños revolcándose en el piso, jugando a las cosquillas o simplemente amontonados, escuchando un cuento o música. “Pegoteados”, dice él, rebuscando en su fichero de palabras en español. No lo entiende, dice, el casi no ha tocado a su madre mientras vivió, y tiene un padre al que saluda con una abrazo rápido, marcial, y una hermana con la que no se habla.
Y aquí, en su casa, su pequeño refugio, de golpe tiene a tres latinos bailando como derviches en medio de sus cosas, llenos de lágrimas, de besos, de risas, de gritos. Y le dice a la mujer a su manera le gusta, le emociona, pero también, por momentos, le cansa.
Le pregunta a ella si no siente ganas de estar solas, a veces y ella no sabe que responder. Jamás ha estado sola, se ha sentido sola muchas veces, pero nunca ha estado sola, casi nunca. Y esto no se lo puede explicar en la mezcolanza de idiomas que usan para comunicarse, asique le dice “Jamás estuve sola” y el se sorprende a tal grado, que por única vez se queda sin palabras. La mira boquiabierto, como si estuviera viendo un bicho rarísimo en el zoológico, sacude la cabeza y dice “Nein” es ist wahr?” (No!¿ es verdad?”)  y ella explica: Viví con 4 hermanos hasta que me casé por primera vez a los 20 años, a los 21 tuve mi primera hija y de ahí en más, nunca estuve sola.
Entonces él se levanta y va a hablar por teléfono con su amiga mas vieja, su guru, y le cuenta esta revelación increíble, este descubrimiento que lo alucina. Hablan mucho rato en un alemán rápido, confidente, que la mujer que se ha quedado en la cocina a la luz de las velas, no puede entender.
Finalmente el regresa, triunfante, y le dice “Mañana te vas a ir a Sylt (la isla en el mar del norte donde se han casado hace unos meses), a casa de mi amiga, a pasar cuatro días sola. Los niños y yo te iremos a buscar el sábado y nos regresamos todos juntos el domingo.”
Y a la mañana siguiente, la mujer tiene su pequeña maleta, un papel con las indicaciones para bajarse del tren, para llegar a la casa, dónde están las llaves, cómo se prenden las luces, donde está la leña, qué cuidados hay que tener.
Se despide de sus hijos que la miran preocupados, pero le desean suerte y se van contentos a la escuela y de su marido, que la lleva a la estación y la despide sonriente, feliz con su plan. Le dice ”vas a ver qué bien hace estar a solas, vas a comprenderme mejor” y la besa antes de subirla al tren, que la llevara a la isla. Le recomienda que cuente bien el dinero de los vueltos, que siga las instrucciones, que disfrute mucho de sus cuatro días de soledad.
Parece tan seguro y tan contento de haberle organizado este plan, que ella sube al tren y se acomoda en su lugar obediente, un poco nerviosa, pero decidida a ser valiente, armada de su cuadernito para escribir y con el corazón un poco agobiado (¡Los niños! ¿se portaran bien si ella no está?) dice adiós con la mano y ve como el , gigante, se hace pequeñito en el anden.
Es un viaje de tres horas, con un transbordo. Llega a la isla en medio de una tormenta, con nevisca
( ha empezado el invierno), asique esta casi oscuro a las cuatro de la tarde. Pero tiene una mapa dibujado por su marido con flechitas y corazones y llega a la casa, grande, solitaria en una playa del Mar del Norte, con un mar embravecido.
Prende la chimenea, encuentra los víveres que alguien ha dejado para ella en la cocina y se dispone a estar a solas.
Siente ruidos extraños en la casa, vieja, de dos pisos, asique decide dormir esa primera noche en el sofá, frente al fuego, y salir a explorar en la mañana.
Cuando amanece, se da cuenta dónde está, a solas, sin teléfono, sin nadie. Sale a caminar, quiere comprar cigarrillos ( va a volver a fumar, luego de un año de haberlo dejado) y en la tienda compra cigarrillos, vino y chocolates: un arsenal para hacer frente a esa soledad y ese frio, sabiendo que no esta siendo como el quiere, madura y razonable, que se esta rebelando, de la única manera que sabe: haciéndose a sí misma un poco de daño.
Fueron los peores tres días de su vida, no hizo más que llorar, vagar por la casa en silencio, revisando el altillo, lleno de cosas viejas, de gente muerta, caminatas cortas por la playa desierta, sacudida por el viento, fumando y tomando vino, comiendo apenas.
Hasta que amaneció el bendito día numero 4 y ordeno la casa, tiro los cigarrillo y las botellas vacías, abrió las ventanas, preparo una rica comida, hizo las camas para sus hijos, cambio las sabanas de la habitación principal y empezó a sentirse algo mejor, porque en unas horas vendrían a rescatarla de ese pozo negro al que fue arrojada por motivos que comprende, pero que no le han hecho ningún bien. Esto, no lo dirá nunca, no a él. Le dirá, cuando la abrace en la cama, “Gracias!” y el creerá que sus lágrimas ( que nunca faltan) son de agradecimiento.

b. (México, mayo 2018)


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