La chica que no sabía arrodillarse
La chica que no sabía arrodillarse
“Que harás tú ,Oh Dios,
cuando yo muera”
R.M.Rilke
Ya tengo cincuenta años y sigo intentando ponerle palabras
al caos que siempre me habita.
Y es que un día cualquiera, mientras ordenaba mi casa,
apareció un libro que mi amiga Malena dejó olvidado, y me puse a leerlo.
Eran los diarios de una tal Etty Hillesum, una chica de 27
años que murió en un campo de concentración hacia el final de la guerra.
Una judía que encontró su propio dios, inventó su manera de
rezar y escribió:
“Dios, y es que tu no nos puedes ayudar, sino que nosotros
tenemos que ayudarte a ti, y así nos ayudamos a nosotros mismos”
Fascinada por esta atea, de raza judía, que tomo símbolos
cristianos como propios pero traducidos y pasados por el filtro de su propio
corazón y cerebro, me encontré pensando en que también soy “esa chica que no
sabía arrodillarse” , como escribió Etty en sus diarios.
Y por arrodillarme, entiendo que prisionera de una rebeldía
innata, jamás logré concentrarme en los pequeños esfuerzos que hacen falta para
descubrir a ese Dios que está en cada uno de nosotros, esperando a que lo
descubramos.
Porque Dios no viene a buscarnos, sino que nos espera y por
eso no sirve, o a mi no me sirvió, cumplir con ritos y pertenecer a una religión,
para sentir la presencia de algo muy intimo que recién ahora me animo a nombrar
sin miedo, “Dios”, sin miedo porque este dios está hecho a mi medida y es mío.
Todavía lucho en el desierto de mi alma por cada pedazo de
territorio. Todavía tengo reclamos que hacerle, amargos desencantos y una pena
para siempre.
Pero de apoco voy entendiendo que si no esperé nada de Dios
en mi vida, es solo porque tampoco me animaba a esperar nada de mi.
Diletante y perezosa y con tendencia a la autocompasión,
preferí durante décadas leer ( y leer mucho) antes que pensar. Preferí
aturdirme a meditar (que no es otra cosa que rezar), preferí el movimiento
compulsivo ( en amores, amistades, lugares) que el detenerme y caer de rodillas
para mirar hacia adentro.
Y si embargo siempre le recé a un dios sin nombre, nunca por
mi, sino para otros, recé por desconocidos que pasaban por la calle, por otros
que veía solos, tristes o enfermos. Pero ese rezar era más bien la insolencia
de un alma bruta y salvaje: era como decirle al universo: “a ver, si es que de
verdad existes, Dios, ayuda a ese pobre desgraciado”
Escéptica y desconfiada como incrédula e insegura era con
respecto a mi misma.
Cuando murió mi hija (y tengo que decirlo porque fue lo mas
trascendental que me pasó en la vida y probablemente a ella también) me sentí
como si a mi también me hubiera pasado un camión por encima, solo que yo quede
al costado de la ruta viendo los pedazos y preguntándome en qué tipo de cosa me
convertiría cuando acabara la pesadilla.
Porque curiosamente desde que escuche la noticia por
teléfono de que Flor estaba muerta supe dos cosas:
1.
Que nada tan horrible iba a suceder otra vez
(sencillamente por que ya había sucedido)
2.
y Que un día sabría ,también, convivir con eso.
Y
esa fé ciega (heredada de mi abuela Beba) fue la que me mantuvo con vida, a
pesar de todas las fantasías de suicidio, y bastante cuerda en los largos años
del duelo.
Antes
del maldito 2008, antes de que sonara ese teléfono y me dijeran la noticia del
accidente, mi vida fue un ir y venir entre hombres, hijos, depresiones,
alegrías, amantes y amistades. Una constante sensación de soledad, siempre al
borde del abismo. Incluso todos los años de coqueteo con las drogas y el
alcohol, los veo ahora, como unos ademanes de diva loca, soberbia y desafiante
y también un grito muy escondido de ayuda.
Estar
esperando que algo o alguien me salvara.
Me
llevó cincuenta años, y tres matrimonios, cuatro hijos, decenas de novios, y
una muerte, darme cuenta que soy la única capaz de salvarme a mi misma y de
sostenerme.
La
única mano capaz de sostenerme es la mía, y esta manera que encontré de vivir
la vida en todos sus momentos, con lo pequeños y grandes esfuerzos es mi Dios,
mi salvación y la del mundo entero, porque creo que salvarse a si mismo es la
manera de salvar el mundo.
“¡Que
harás, Oh Dios, cuando yo muera?
Yo
soy tu cántaro (¿y si me quiebro?)
Yo
soy tu bebida (¿y si me corrompo?)”
Escribió
Rilke en el Libro de las Horas, el libro donde Etty, la chica holandesa,
encontró su voz gemela y donde tantos años después encuentro la mía.
Y
lejos de ser un egocentrismo religioso, es una verdad que siento crecer adentro
de mi, cada día, y que cada vez se va redondeando y fundamentando:
La
gran responsabilidad de llevar al famoso Dios adentro mío, un dios inventado a
mi imagen y semejanza, todo mío. De rodillas, al fin, le rezo, le pido y le
agradezco.
Así
es como al fin vivo.
Como todo lo que escribís, me llega a lo más profundo; sufro tus penas, disfruto tus gozos y también ahora, intento arrodillarme.
ResponderEliminarGracias Cosima! a veces me dan gasnas de callarme un poco la boca, pero siempre resulta que es mas fuerte que yo....abrazos desde Mexico
ResponderEliminar