El dia siguiente (Hamburgo 1997)


El día siguiente

A Frau Kadner

La mujer se despertó y un retazo de lo que tal vez había soñado le vino a la mente.
“Ayer fue el primer día del resto de  mi vida” pensó, sin saber exactamente si la frase se le acababa de ocurrir o era un resabio del sueño que no recordaba, pero estaba segura de haber soñado.
Se sentó en la cama y escuchó por unos momentos el silencio opresivo de la casa, como los pasos de un animal extraño a punto de cercarla. Estaba sola. Podría levantarse y preparase algo para desayunar o quedarse en la cama todo el día- era sábado y no tenía que ir al trabajo- sin que nadie lo notara.
Hizo una lista mental de la gente que tal vez pudiera llamarla por teléfono, pero luego se confundió y termino enumerando a los que con seguridad no la llamarían.
Sin mirarse al espejo, tendida bajo las frazadas, sentía su cuerpo igual que cuando era joven. Las arrugas que, sabia, tenía en la cara y en el cuello, no suponían un peso extra, un dolor, ni siquiera una picazón, como las heridas. No sentía sus arrugas, ni la celulitis, ni la piel marchita, tal vez…si, un poco el peso de los pechos y algo desbordante por la zona de las caderas. Pero allí dentro- no sabía ponerle nombre a eso- sonaba la misma voz que la acompaño durante toda su vida. Si no fuera por los espejos, creería ser la misma, siempre.
La noche antes, había venido su amigo- palabreja que de pronto le sonaba ridícula, pero no tenía otra a disposición- y habían bebido y comido y finalmente habían hecho un brindis para festejar (y ahora no recordaba la supuesta alegría) que empezaba una nueva etapa: la última de sus tres hijos se había ido a vivir sola, a otro barrio de la ciudad. Seguramente se visitarían a menudo, tal vez, pero de ahora en más estaría definitiva y oficialmente sola en la casa, por el resto de su vida.
Recordaba también la expresión en la cara de su amigo cuando le pidió que se fuera, a pesar de la lluvia, lo avanzado de la noche y las copas de más. El la había mirado con una mezcla de pena y fastidio, como si se viera obligado a consentirle semejante capricho a cambio de la cena.
Cuando ella cerró la puerta y lo escucho bajar la escalera, tuvo un momento de duda, pero no podía quitarse de encima la sensación de aburrimiento profundo que había empezado al promediar la cena, mientras el le contaba una anécdota trivial sobre personas que ella ni siquiera conocía.
Antes, años antes, cuando el venía a su casa, el papel de “amigo” le sentaba a la perfección. Sentado en la sala o ayudándola en la cocina o conversando con alguno de sus hijos, era el complemento perfecto dentro del ritmo propio de la casa. Su casa de antes, siempre llena de amigos de los hijos, de novios y novias, de viajeros de paso, apenas mayores que adolescentes, que sus hijos parecían coleccionar.
En esos años jamás se le ocurrió que su amigo fuera aburrido o que solo iba a comer algo con sabor de hogar y tal vez a recibir el consuelo de unos abrazos tibios y un sexo sin mayores sobresaltos. Era como si el rumor de la casa permanentemente ocupada, colocaba en un lugar exacto y proporcionado esa relación que, entre risas, habían comparado con un buen vino francés: con los años se ponía mejor.
Pero la noche anterior, la casa y su vacío parecieron conspirar contra la conversación que se llenó de silencios incómodos y de lugares comunes.
¿Así sería el resto de su vida? Tal vez la vejez sería como un largo camino de noches aburridas hasta que lentamente, sin mirarse al espejo, sabría de memoria que allí están las arrugas y los pliegues y los achaques esperando un cambio de temperatura o un descuido para saltarle por la espalda. Tal vez la vejez fuera un quedarse en la cama, un sábado permanente, sin recibir llamadas de nadie, o comer mirando la televisión o echar al amante de casa porque sus cuentos son aburridos.
“Ayer fue el primer día” se repitió ahora en voz alta, y los ojos se le llenaron de lágrimas, pero se  los limpio con impaciencia de un manotazo, agarró un libro de la mesa de luz y empezó a leer: “El señor Copperfield sonrió como un bobo…”

  Hamburgo 1997

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